Hoy quiero hablar de mi primer poema,
porque me he topado sin querer con ese recuerdo en mi cabeza y me he dado
cuenta de que fue un evento importante para mí.
No voy a hablar del primer poema que
escribí porque no lo recuerdo. Es probable que fuera con ocho o nueve años,
antes de hacer mi primera comunión. Íbamos todos los viernes del mes de mayo a
la iglesia, y allí le hacíamos ofrendas a la virgen María antes o después de la
misa, no me acuerdo bien. Allí fue la primera y una de las pocas veces que he
leído un poema en público. Si estuvo mi primer poema dedicado a una figura
religiosa, no te lo puedo decir. He escrito miles de cosas en libretas viejas
que acababa olvidando, u odiando, y las tiraba a la basura.
El primer poema que me dedicaron, fue
cuando tenía catorce años. Salía con un tío unos cuatro años mayor que yo, y lo
adoraba por el simple hecho de que me deseaba. Tenía una autoestima tan baja y
tal grado de confianza que pensaba que era un auténtico milagro que alguien se
hubiera fijado en mí.
Me dio los poemas impresos en una
página, y yo me senté en seguida a leerlos. A los dos segundos reconocí muchos
de ellos, de Internet. Pero a mí no me importaba: el hecho de que se hubiera
parado a recopilarlos, y que lo hubiera hecho pensando en mí, en que podría
agradarme, era más que suficiente.
Lo que se me quedó marcado, y que no
he conseguido darle sentido hasta hoy, ha sido aquella falta. Recuerdo
perfectamente la pequeña poesía:
Los amigos son como la sangre,
acuden alas heridas sin que
nadie los llame.
Ese "alas", sin el espacio
correspondiente. Un error sin importancia, y sin embargo, lo único que recuerdo
de aquel regalo tan barato. Tanto que hoy he cometido el mismo fallo sin querer
y me ha venido todo a la mente tan de golpe. Más de quince años después,
comprendo por qué me molestó tanto aquella falta.
Y es que yo no estoy hecha para ser la
musa de nadie, y mucho menos de un escritor de pacotilla que no sabe ni copiar
unas líneas.
Yo siempre he escrito: era lo que me
definía. Casi nunca he compartido lo que hacía, ni hablaba de ello. Sin
embargo, era el combustible que me mantenía en marcha. Escribía y escribía,
tardes enteras rellenando libretas a mano; libretas llenas de secretos y
fantasías que escondía con vergüenza. Escribir es algo muy serio para mí. Es mi
vida.
Este niñato, al que yo tenía por un
hombre, va y se pone a copiar y pegar mierdas de la web, de las típicas que se
encuentran en las revistas de adolescentes, y me las imprime en un papel
perfumado y se atreve a decir que esos son sus sentimientos. Ese tío no me
conocía de nada, y mucho menos me merecía. Su arte de mierda insultaba lo que
yo he estado haciendo toda mi vida.
Lo peor de todo fue mi reacción: mi
infinito agradecimiento por regalarme basura, cuando yo ya conocía lo mejor que
ha dado el siglo XX en poesía, y producía cosas dignas de leerse.
Esa sumisión tan absurda e
inconsciente que he mostrado con mis anteriores parejas me quema el doble
cuando siento que he concedido crédito a alguien tan risible. ¿Y por qué?
Porque era lo que tocaba. Día de San Valentín, el hombre trae alguna mierda
inservible y la mujer le aplaude por ello. Seguramente se vea obligada a
retribuirle su titánico esfuerzo de alguna forma.
Bien, pues eso conmigo no va. Estoy
harta de que las mujeres tengamos que ser el objeto retratado. Yo quiero ser el
ojo que mira. Y quiero ver el alma de la persona que tengo ante mí.
A la mierda San Valentín.
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