Poesía y poeta

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Somos poetas
Todos y cada uno
De los humanos
Que amamos la belleza.

Los somos aquellos
Que en enero
Sentimos tristeza,
Aquellos que exhalan
Grandes suspiros
En primavera.
Somos poetas
Al sonreír leyendo
O al tocar un rostro
A tientas.

Somos humanos,
Somos mortales
Y como tales
Somos poetas.

Little live, great pass,
Y cuanto más efímero
Más hermoso...
Así es la belleza,
Así somos nosotros,
Somos poetas.

Sin título

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Ella quería ganar, y se levantaba cada mañana dispuesta a comerse el mundo; y olvidaba por un interminable segundo que sólo era un curioso personaje encerrado dentro de una absurda obsesión que pretendía guiar su vida. Y se deprimía. Y las velas aromáticas, las varitas de incienso y vasos de té relajante se consumían como su fe en el éxito propio, y a las cuatro de la tarde volaba por su ventana el CD de música celta comprado con el único propósito de recargarla de energía positiva. Pero sólo lograba un agudo dolor de cabeza. Durante las noches, sueños interminables la hacían abrirse y verse a sí misma en el centro del gran escenario de su habitación, y frenéticamente las ideas corrían hacia su mente asaltándola en un repentino golpe que la dejaba fuera de control. De sus dedos brotaba tinta de un precioso color nunca visto que estimulaba sus pupilas en un festín de color e inspiración, y con ella escribía combinaciones de palabras que detenían el girar del mundo para que ese instante no acabara jamás. Despegaba sus labios, y de entre ellos se escabullía una dulce melodía sin nombre que contenía notas que nadie jamás había osado poner juntas. Y como un fénix, cuando parecía morir el sonido en la lejanía de la capacidad del sueño, resurgía de sus propias cenizas y volvía revitalizado a sus oídos, y eso la animaba a seguir cantando. Todo aquel mundo de fantasía e imaginación, que bien se podría decir que era ella misma explorándose en una zona que despierta jamás llegaría ni a pensar que existiera, la animaba a crear objetos maravillosos y llenos de su propia magia interior, pero cuando despegaba sus ojos y atinaba a salir corriendo en busca del material para inmortalizar tan delirantes fantasías, éstas se escondían de nuevo en aquella parte de su persona que ni ella misma conocía. En aquellos momentos la frustración era mayúscula, y todo lo que de sus manos pudiera salir no era sino una burda imitación de lo que en su cabeza tenía, casi podría decir que basura, o despojos de lo que ella realmente sentía.
Sentía vivir en una vertiginosa espiral en la que no paraba de dar vueltas y vueltas y más vueltas. Ora veía por el rabillo del ojo un sentimiento propio hasta aquel instante desconocido, ora lo perdía en el imparable torbellino de su espíritu. Algunas veces, en unos sueños reveladores que siempre recordaba -siempre, cada minuto de su vida- pero de los que nunca era capaz de transmitir nada, el torbellino parecía parase y podía observar anchamente el caos en el que había convertido su vida. Y entonces podía observar pausadamente aquello que antes se le resistía. Pero cuando buscaba moverse deprisa para anotarse as í misma en ridículos bocetos esculturales, la espiral parecía romper el equilibrio en aquellos momentos mantenido y se echaba a rodar de nuevo. Y por más que recordara lo vivido no era capaz de transmitirlo.
Ella no hablaba demasiado, y cuando lo hacía, solía quedar insatisfecha con la vulgaridad de su expresión y la información transmitida, estaba demasiado ocupada buscando en su interior como para mirar por sus innecesarias conversaciones superfluas, esas que una suele mantener con los vecinos al cruzarse o cuando hace cola en la frutería. ¿Hacer cola?, ¿para qué?, si tengo miles de misterios sobre mí misma que transmitir.
Y otra absurda mañana sin causa llegaba, y al mirar el reloj descubría que la mañana se había suicidado antes de toparse con ella, y se decía con fingido entusiasmo: “buenas tardes, genio”. Mas en su taller la genialidad no asomaba por ninguna esquina, latas de pintura abiertas y derramadas, similares a cuerpos vírgenes después de un crimen, junto a trozos de metal y chatarra con los que ella tanto se identificaba tirados por el suelo, trozos de su vida y su fría rutina que sólo ansiaba el éxito. Pero lo que es la genialidad, lo memorable, o aunque fuera el buen gusto no se apreciaban en aquel cuchitril. De sus manos se resbalaban las buenas intenciones y acababa a patadas con el pedazo de hojalata de turno al que tocara transformar: a éste lo llamaré “fruto de furias”, y la idea sólo valía por segundos, después el fruto de su furia, fruto de su desesperante intento por autorretratarse y su vista incapacidad para conocerse era arrojado a la basura junto con “esencia de mi vida”, o el intento nefasto de recordar un sueño “lo que seré”. Basura, antes eran su obra e incluso parte de ella misma, y dos segundos después eran basura. En aquellas situaciones ella se preguntaba si su vida la formaba realmente esa basura que ella arrojaba con furia contenida desde su nacimiento, o el intento de que esa basura saliera a flote, ambas cosas bastante tristes como proyecto de vida.
Ya agotada, pesándole sus miembros como rocas de cemento, harta de intentar expresar cosas quizá inexpresables e ininteligibles al resto de las mentes humanas, abatida por su propia mediocridad, abandonó la tarea y se dio a la obligación de la cocina, pues esclava seguía siendo de sus instintos naturales.
La taza de café cayó al suelo con un sonido especial, una honda que se distribuyó lentamente por la habitación y que al llegar a su tímpano, quizá estimulando el nervio equivocado, y por tanto fruto de su propia imperfección, le hizo llegar una idea de manera inesperada: sin duda aquella que andaba buscando. Corrió al taller y con sus manos creó como Dios en los primeros días, y de sus dedos brotaron con suavidad sus propias ideas, que realizaron una réplica de su alma.
Mucho menos que el Todopoderoso tardó en su obra, que en una sola noche ya tenía materia, forma y significado, era en sí el ser más perfecto jamás contemplado por sus ojos, más hermoso, que el escondidísimo vellocino de oro que tantos y tantos buscaron.
Dos días se tardó en los preparatorios del estreno de su gran primera y única obra, tras la cual podría retirarse, dedicarse a sí misma, a su propia contemplación a través del estudio de aquella obre que constituía un retrato suyo más profundo y complejo que su mísero ser.
Errores de la vida, providencia del destino, o fallo de sus propios empleados –que es la razón más improbable pese a lo que piensen los escépticos- el público de su propia vida entró antes de que la obra se hallara tras la aterciopelada cortina, y sin conocimiento de esto ella comienza su presentación:
“Llevo muchos años de mi vida trabajando, creí que en un principio que en crear arte, pero arte somos nosotros, enigmáticas obras maestras de un autor anónimo. Así, todo lo que conseguía más que chatarra reciclada, pues en nada veía identificados mis ideas y sentimientos con aquellas formas retorcidas que hablaban de un esfuerzo inútil y un objetivo frustrado.
Esta obra no fue buscada, sino que vino a mí. Lo hizo porque formaba parte de mí, y era necesario que en la meditación a la que me vi sometida terminara chocando conmigo misma.
Sin más dilación, heme aquí.”
Y al descorrer la cortina nada apareció salvo el blanco fondo y una columna voluptuosa con formas de mujer, sobre la que debió descansar la verdadera esencia de la mujer. Los asistentes, que nada sabían de éste grave problema, quedaron encantados con la obra y aplaudieron como si fuese su propia alma la que allí se hallara, con lágrimas en los ojos.
Y ante este éxito fracasado, en el que tomó conciencia de su insignificancia, pues la nada o una columna de plástico llena de vacío eran equiparables a su alma, no optó por otra cosa que el suicidio. Y se la recordó siempre como la artista que se suicidó ante la grandeza de su obra.