Resurrección

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Cuando Marina se despertó la rodeaba una inmensa nada, llena de vacío, falta de sustancia; y creyó que así estaba su alma. Flexionó un poco sus rodillas y marcó el arco de su espalda en exagerado gesto; desnuda, sobre el suelo, cerró los ojos en absurda esperanza de morir de hambre, pues el cansancio ya la mataba. Sentía ampliado el río de su sangre, que se agolpaba torpemente a la entrada de su corazón, atropellándose en un angustioso viaje hacia sí misma, aumentando el tormento de no caber en las venas. Sus rodillas cansadas se doblaban ante una fuerza extraña ajena a su voluntad, mientras su cabeza y sus glúteos sujetaban a duras penas ese frágil cuerpo dentro del mundo de los vivos. El arco de su espalda, apurado al máximo, recordaba a un puente por el que todos pasan sin pensar en su sufrimiento, puente que no sabe si sobrevivirá a la avalancha de mañana. Su sexo dolorido clamaba por la muerte del cuerpo, pues la dignidad ya había sido arrebatada una y mil veces por demonios terrestres, y rezaba la materia por ser acogida en el seno del señor, para que al menos una parte de ella descansara en lugar sagrado.
Ya su arco se cerró y las piernas cayeron exhaustas, y creyó expirar. Los ojos cerrados fuertemente esperaban por abrirse ante el Edén o en el peor de los casos ante las garras de Satán, para ver prolongarse su vida, infierno particular, en un infierno mayor que unía vida y muerte en una patética tragedia, que se resumía en su nombre: Marina. ¿Cuántas Marinas existen y cuántas se rindieron como yo?, pensó la moribunda en la pena de rendirse e irse indignamente, sin nada que recordar. Y alzó su arco, y sus caderas crujieron al verse de pie, y caminó hacia la puerta… y así Marina se salvó de la muerte del cuerpo y del espíritu en aquella macabra comunión. Marina, como otras tantas con nombres e historias memorables, pero que viven en la más absoluta miseria del anonimato; se levantó y anduvo, como Lázaro, pero con mayor valía.

Desagradecidos, insufribles

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La mediocridad asoma
Por entre las pestañas
De la soledad.
Peor que el miedo a la muerte:
Definición letal.
“Soy mediocre”,
Dices,
Y todos tus esfuerzos
Vuélvense ahora vanos,
Desagradecidos,
Insufribles.

Porque haces algo dándolo todo.
Pones tu corazón
En tarea ardua e inútil
De poder decir: “lo he hecho yo”,
Pero importa poco.

El tiempo le da fuerza y forma,
Tus miedos la alimentan,
Tus faltas la llenan.
Y cada lágrima frustrada
Que moja tu mejilla
Te recuerda la inalcanzable meta:
Destacar.
Finalmente mueres,
Sin pena ni gloria,
Como uno más;
Esperando que algún otro mediocre,
Aburrido de su vida,
Recoja una a una las pepitas-
Pequeñas huellas de lágrimas-
Nudos en la imperfecta soga,
Silencios en la imperfecta rima.
Y aunque tu vida fuese gris y sosa,
Cuando otros la miran en la distancia
Parece otra.

La mediocridad nos vence con el tiempo,
porque el tiempo todo lo vence,
Cualquier sufrimiento,
Y a cada cual da lo que se merece
(o lo que puede).

Nota de amor y de suicidio

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Amor no es sino quemazón en el pecho al respirar, dolor en las entrañas por el eterno suspiro de un quiero y no puedo. Veneno. Escozor al parpadeo y sangre donde antes hubo indiferencia y tranquilidad. Amor, que te oprime el alma y te asfixia la razón. Amor, que tanta vida te da que te sobra vida.
Quiero regalar esta constante sensación de felicidad extrema que ensombrece lo cotidiano, pero tú, musa conformista de sentimiento nulo, no sabes lo que es compartir. No sabes lo que es inhalar al unísono un mismo aire sofocante en un lecho deshecho, ni mirar sin ver a un idealizado compañero de aventuras. Tú y sólo tú has destrozado el amor entero, y has hecho que el cosquilleo que un día recorrió mi espinazo trate ahora de ahorcarme con el frío lazo de la desesperación.
Perdona que no me demore más en la descripción de esta agonía, pero este puño que tiembla sobre el papel ansía hacerlo ante la cuchilla que cortará en seco mis venas, y mi cruel destino.
Sólo tú y yo sabemos la verdad de nuestra historia. El cómo y el cuándo tu imagen empezó a quemar mis sueños, y tu voz a hablarme silenciosa desde dentro de mi ser. Tú y tus miradas furtivas, que me cazaban a cada rato quedándose con mis deseos como tesoro; y tus roces casuales, que me agujereaban la piel como un taladro abrasador y preciso. Tú y no yo, que me consumo de deseo de morir amando. Sólo tú, con quien me quedaría si no me hubiera castigado con el látigo de la indiferencia; aunque contigo habría muerto igual, pues tu tacto duele tanto como tu perfume.
Esta es la carta de amor con más amor que jamás se haya escrito, pero los sentimientos no son siempre comprendidos, y seguro que algún pervertido me toma por un maníaco.