Eran las cinco y media de la madrugada de un miércoles
lluvioso. A Lucía le
gustaba salir entre semana, porque había menos gente y se podía hablar mejor. Además, la lluvia hacía que las calles se vaciaran como por arte de magia. Se veía que la mayoría de la gente ya tenía lo que buscaba en casa. De pronto se
sintió sola. El hombre con el que había estado hablando toda la noche volvió del baño y se fue directo a pedirle otra copa. Creía que necesitaba alcohol para convencerla.
Era menor que ella, pero le daba igual. Tres años tampoco son tantos.
Lucía era fetichista de los ojos. No podía dejar de mirar las pupilas de aquel
desconocido que trataba de conquistarla con una retahíla de temas irrelevantes. De todas formas,
no pensaba llamarlo al día siguiente.
Sus labios se volvían más rojos por momentos según Lucía; conforme aumentaba su deseo el chico se iba moldeando a
su gusto. Era rubio, lo cual no le gustaba mucho, pero haría un esfuerzo. La tomó de la mano y el calor recorrió todo su brazo hasta el cuello, para bajar
luego. Se acercó a su oído para hablarle aunque era totalmente
innecesario, y ella se dejó hacer. Se alejaba de vez en cuando para poder mirarle a los
ojos: dos profundo océanos oscuros apenas distinguibles con las luces de
colores. Intentaba a toda costa retener esa imagen en su cerebro, para no
olvidarlo cuando el nombre de aquel hombre se hubiera perdido de su memoria.
Era otro par de ojos, otro reflejo de un alma desconocida, para su álbum personal de sueños.
Les
distrajo el amigo, que ya se iba. Lucía aprovechó para mirarle el trasero a su acompañante, porque no lo iba a hacer todo con los
ojos y no quería
llevarse sorpresas. Pasado el test, pidió un par de chupitos de tequila, limón y sal. Tuvo que ser ella quien rompiera
el hielo, como solía
sucederle, y al último
chupito lo siguió un
lametón en el cuello y un bocado en un par de
labios ya más rojos
que el fuego.
El piso
del chico era pequeño y
estaba desordenado. De todas formas, no pensaba quedarse a desayunar.
Memorizadas las pupilas y olvidado todo lo dicho unas horas antes, Lucía se entregó a una imperiosa necesidad carnal que aquel desconocido, por
más empeño que le puso, no logró saciar completamente. Tenía que haberse ido a por el amigo. Y allí estaba de nuevo, una madrugada más: desnuda sobre la cama de cualquiera,
despeinada, insatisfecha y palpitante. Se había acostumbrado tanto a la frustración que apenas le preocupaba. No esperó a que el muchacho despertara. Aunque para
otra vez ya lo sabía: el
amor no tiene edad, el sexo sí.
Como le
había pillado el amanecer, decidió coger el autobús. El 15 estaba esperándola con las puertas abiertas, y se sintió afortunada por esa minucia. La experiencia
le había enseñado que la vida se disfruta más si uno se conforma con poco, aunque le costaba un poco
seguir el lema. Nada más subir
se encontró de
golpe con una monja. Era joven, no debía tener más de
treinta. Cabizbaja y discreta, de vez en cuando alzaba la vista para contemplar
a Lucía. Ésta se dio cuenta y miró al retrovisor: despeinada, con ojeras y, aunque la monja no
lo viera, intuía que
se había dado cuenta de que llevaba la ropa
interior en el bolso. Sin duda no era ésa la entrada triunfal de una ninfa
libertina, más bien
la patética imagen de una mujer incansable. Se sintió avergonzada y agachó la cabeza, intentando arreglarse un poco
la falda. Esa mujer que la miraba era capaz de vivir para una sola creencia, y
ella no era capaz de creer en sí misma.
Mientras la monja vivía para
los demás, ella se aprovechaba de los hombres para
confirmar una y otra vez su incapacidad de amar. Se dio cuenta de lo ruin que
era, y bajó en la
siguiente parada conteniendo el llanto.
Por su
parte, Sor Ángela
no hacía más que preguntarse de dónde vendría esa
extraña mujer. Cuántas horas llevaba fuera de su casa. Con cuántos hombres habría estado en toda su vida. Qué recovecos del
infierno le quedaban por explorar. Hasta dónde sería capaz
de llegar en su lujuriosa forma de vida. Se mordió el labio e intentó rezar, pero en su mente no dejaban de pasar una y otra vez
la imagen de esa falda descolocada y ese escote que insinuaba la forma, pero
dejaba clara la intención. Bajó rápido del autobús y se metió en el
servicio de una cafetería a
toda prisa. Allí se
apretó el silicio, conteniendo la respiración para ahogar un grito. Se sintió aliviada cuando la sangre bajó lentamente hasta su rodilla. Se suponía que era un castigo, pero era la sensación más intensa que Dios le mandaría en toda su existencia.
Lucía y Ángela, aunque parecen muy distintas, son hermanas en su búsqueda del placer. Ambas están solas en este mundo –como todos- y sacian
su sed en el arroyo más
cercano –como todos.
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