Sonaba triste, con
un quejido atragantado que no terminaba de arrancar. Un mal sentimiento que yo
sabía no crecería, y acabaría disolviéndose en mil trivialidades. Olía a
perfume, pero no el que solía usar los sábados por la noche. Rocé su cabello
con mis manos mientras me contaba la historia, mil veces repasada mentalmente.
De pronto un toque de café y naranja en el aire me devolvió a mi infancia un
segundo, cuando solía soñar la vida. Pedí tocarle el rostro, un frío muro de
seriedad que intentaba sostenerse con esfuerzo. Sentí sus brazos, y su corazón
latía a la velocidad de mis pensamientos, que se fueron un momento de nuevo al
pasado tras el recuerdo de una vieja canción. Tras esto se marchó, se bajó del
escenario sin siquiera esperar que terminaran los aplausos.
Yo me quedé
sentada en mi cueva. Cuando no hay sombras que te confundan ni luz que te
ciegue, sólo queda la verdad.
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