Proyecto lombriz: PARTE IV

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PARTE IV

Al cabo de un rato el mundo dejó de dar vueltas alrededor de Albert, y él empezó a mirar lo que tenía a su alrededor. El salpicadero del coche estaba lleno de papeles, recortes de periódicos y hojas viejas y gastadas con números; muchos números y letras sin sentido. Su vecina miraba a la carretera como despistada, a pesar de la gran velocidad a la que conducía.

No sabía qué hacer o decir. El silencio se prolongaba. Creía que le estaban secuestrando. ¿Debería preguntárselo a ella? La policía no creería que él era la víctima. De hecho, él no se sentía como una víctima en absoluto. Todo era tan extraño. Dentro del coche olía como a tierra mojada. Albert tragó saliva y al fin sacó valor para preguntar: “¿qué haces?”.

Una risa estridente y alta le perforó el tímpano un breve segundo, dejando un pitido imaginario dentro de su cabeza como recuerdo. “¡Serás idiota! Te estoy rescatando”. Él no sabía muy bien qué debía contestar, por lo que guardó silencio. Tampoco sabía qué tal era el temperamento de aquella mujer. Mejor no arriesgarse.
Fijó toda su atención en la ventanilla del coche. Poco a poco los altos edificios oscuros dejaron de alinearse a ambos lados de la carretera. La nada –desértica, fría y apabullante- le siguió. Primero una gran explanada, vacía y triste. Ni un solo matorral que pudiera albergar a algún insecto. Estéril la tierra yerta que rodeaba la ciudad.

Unos kilómetros más adelante, conforme las columnas de humo de las fábricas se perdían en el horizonte, empezaron a llegar los árboles. Lo hicieron tímidamente: uno aquí y otro allí. Deshojados, secos y moribundos, desfilaban hacia un bosque sombrío. Ningún pájaro los sobrevolaba y apenas se veían pequeños animales a sus pies. Albert bajó la mirada triste ante la pena con que el mundo se moría a su alrededor.
Apartó la vista de la lejanía un segundo y miró el retrovisor; las luces de la policía les perseguían muy muy lejos, como en otra dimensión. Ante ellos más árboles deshidratados, cada vez más juntos. “Vamos a morir”, no sabía de dónde había salido su voz. De nuevo esa risa histérica. “Si así fuera habrían dejado de perseguirnos”. Giraron bruscamente hacia la derecha y siguieron durante unos minutos el curso de un riachuelo negro y poco caudaloso. Y las luces desaparecieron. “Pronto mandarán a los equipos especiales, será mejor que nos demos prisa”.

Los árboles ya formaban una masa oscura y espesa cuando su vecina bajó la velocidad. El bosque se apiñaba como un animal asustado. El ambiente se hizo frío e inquietante, como si en algún momento algún árbol fuera a ponerse a gritar. Por fin se detuvo el coche y la chica bajó hasta un claro oculto por una pequeña colina. Albert le siguió vacilante.

La chica paró justo en el centro y se volvió para mirar a Albert fijamente. Éste observaba en el suelo unas pequeñas flores lilas. Tenían un color intenso, y parecían vibrar. Sintió el sonido que se producía con cada pequeña sacudida. Como si las flores respiraran, y el insignificante aliento sacudiera el aire a su alrededor. “Son bonitas, ¿verdad?”. “Sí”, se escuchó decir a sí mismo, “es increíble que hayan sobrevivido aquí fuera”.
“¿Lo es?”, preguntó su vecina. Albert levantó la cabeza extrañado por aquella reacción, pero su amiga ya no estaba allí. De la oscuridad del bosque emergieron decenas de ojos brillantes, como los de un felino, que le observaban sin revelarse. Él se volvió asustado y se encontró con la chica de frente. “Si estas flores, y estos árboles, aún viven; ¿por qué nosotros estamos asustados siempre?, ¿por qué la muerte sólo persigue a unos pocos? Te diré una cosa, no me creo eso que nos cuentan”.

“¿A qué te refieres?”

“No me creo nada. Nuestra debilidad no es real, y nuestros miedos son infundados. Nuestros padres no son quienes dicen ser”.

Albert no podía pensar claramente con todos esos ojos acechándole. No podía pensar en nada salvo en árboles muertos, y nubes negras.

“Somos hijos de la guerra, Albert. Una muy grande que hubo hace mucho tiempo. Seres de otro planeta vinieron a por lo que era nuestro, y casi ganan. Duró años y años, y en ese tiempo nuestras razas se mezclaron. Luego ganamos y los visitantes se fueron, dejando tras de sí una generación de bastardos”.

Más ojos aparecían en la frontera entre el claro y el bosque, y Albert no se atrevía ni a respirar. Su vecina se alejó un par de pasos antes de adentrarse en el bosque.

“Los mestizos somos los únicos capaces de adaptarnos. Nosotros sobrevivimos donde otros fallecieron. Somos más fuertes, superiores. Pero ellos nunca nos dejarán en paz. La única forma de sobrevivir es dejarse llevar; ser quienes nacimos”. Y desapareció de su vista.

Inmediatamente después, una decena de criaturas –dueñas de las pupilas indiscretas- salieron de las sombras. Su forma era semi-humana, pero su tono de piel variaba enormemente. Ellos daban color a ese bosque sombrío. Caras grandes y dispares coronadas de ojos de fieras, con extremidades anchas y escamas y texturas que les daban forma en el mundo. Albert se echó atrás asustado, y la voz de su amiga le intentó tranquilizar. No la podía ver entre todas aquellas criaturas.

“Déjate llevar por tu verdadera esencia. Ya no tienes que ser más ese gusano triste metido en una caja de zapatos. Eres una mariposa. Eres lo que quieras ser”. Albert anda perdido entre todos esos rostros inhumanos que le rodean. Algunos vienen a cuatro patas. Todos van desnudos. Sus ojos van de cara en cara buscando a su amiga, pero no la encuentra. Está solo en medio de un bosque muerto y las criaturas que lo pueblan.
Alarga su brazo en un desesperado intento de alcanzarla, pero no la ve. No sabe dónde está. Impotente, las lágrimas empiezan a caerle por la mejilla mientras grita buscándola. Ni siquiera recuerda su nombre. Las bestias se asustan y se alejan, perdiéndose de nuevo en el bosque.


De nuevo está solo, de pie en medio de aquel extraño lugar. Le han rasgado las ropas, y no hay rastro de su amiga. Se mira las manos y ahoga un grito. Su piel ha cambiado de color por completo: las llagas y las escamas se han apoderado de él. Se pasa la mano por la cabeza y observa su pelo castaño que se ha caído. Siente sus músculos estirarse bajo su piel, y los huesos crujir al cambiar de posición. Antes de que quiera darse cuenta está corriendo a cuatro patas, y un grupo de hombres armados le persigue por medio del bosque. Mira al cielo, que está completamente gris por un nubarrón que se acerca.

Sam levantó la vista al cielo gris nada más salir de su apartamento con su traje gris de los viernes. Dio una carrera hasta la boca del metro, donde compró su café de siempre y el periódico oficial del Estado. El tren llegó como siempre puntual. No abrió su ejemplar hasta que no estuvo cómodamente sentado en el vagón, con su café azucarado ya a la mitad. Su taza de plástico cayó al suelo ante la impresión de leer la noticia que abría los titulares aquella mañana: Albert Cornwell hallado muerto en su apartamento a causa de una misteriosa enfermedad. Los tres artículos siguientes analizaban a fondo la importancia de las vacunas para los ciudadanos de a pie.

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