Proyecto lombriz: PARTE III

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PARTE III

Aunque parecía el hombre de siempre, Albert tenía muy claro que su vida había cambiado. Nadie lo sabía aún. No sólo ignoró a la guapa chica de los desayunos, sino que felicitó de lejos a su compañera Sally, la cumpleañera de la semana. Lo normal en el antiguo Albert habría sido llevarle un postre casero y acompañarla durante el almuerzo. Tampoco llamó a su madre durante el almuerzo. Tenía un terror irracional a ser descubierto, si bien no era demasiado consciente de cuál era su delito exactamente.
Tampoco se quitó la mascarilla por miedo al aspecto de su lengua. No estaba seguro del tiempo que aquella vacuna tendría efecto sobre su organismo. Sus colegas del trabajo, conocedores de su carácter maniático y semi-hipocondríaco, apenas notaron nada extraño en su comportamiento. Sin embargo, Sam, su jefe, parecía tener algunas reticencias sobre su comportamiento. Y le sometió a un pequeño interrogatorio.
Albert se escudó en su mascarilla para ocultar el horror y la inseguridad, y le comentó el incidente del gato muerto en su edificio. “No es que sea posible que el muerto me transmita nada gracias a la labor farmacéutica de la empresa, pero me siento más seguro llevándola”. Sam iba a objetar, pero Sally asentía sonriente a su lado, y justo decidió convertirse en una hipocondríaca más poniéndose su propia mascarilla. “Ya lo dice el Ministerio: las precauciones nunca están de más”. Sam se alejó de ambos sin ocultar su asco por un sistema que le mantenía en la cumbre, por otra parte.
La hora de la vacuna llegó, y Albert decidió quitarse de en medio antes de que todos estuviesen en la cola, dado que ya lo habían visto salir de ella varios días seguidos y alguien podía sospechar. Por supuesto, sabía que al menos uno sospechaba ya. Se encerró en el baño de la tercera planta, que solía estar vacío, para poder examinarse a gusto. Para su disgusto, la vacuna no había tenido tanto efecto como esperaba, y en el espejo sus pupilas empezaban a bailar. Cambiaban de tamaño lentamente según les daba la luz, pero nunca mantenían ambas el mismo tamaño y nunca el cambio era demasiado gradual.
En ese momento Albert fue totalmente consciente de lo que le podría pasar. Nada más se deshizo la cola, a la vez que la practicante de hoy cerraba la puerta con llave, salió al pasillo con el brazo encogido sujetando un falso algodón. Corrió a su mesa, se caló el sombrero y tomó su cartera sin meter todo lo necesario en ella. “Dile a Sam que tengo que irme, ha habido una filtración en casa de mi madre”. No esperó la respuesta de Sally. “Es horrible, espero que…” la atención de Albert ya estaba en el ascensor que acababa de llamar.
En lo que le pareció una eternidad llegó el ascensor. Iba vacío, ya que a esa hora todo el mundo debería estar en su mesa. Presionó el botón con mano firme y esperó tranquilamente, como el que no hace nada ilegal. Al fondo del pasillo se materializó su jefe con semblante preocupado. Aligeró el paso para hablarle antes de que se cerraran las puertas. Albert presionó el botón para cerrar las puertas musitando un “lo siento” que Sam no llegaría a escuchar. Salió deprisa del edificio y corrió al metro. Cuando Sam salió, Albert ya se había perdido entre la multitud. Ya abajo en la estación de metro no se sentía demasiado culpable. Cruzó rápidamente hasta su calle, pero se quedó paralizado en la esquina. Su edificio entero estaba acordonado con cinta amarilla, y las luces de la policía inundaban las fachadas colindantes. Por las insignias de los agentes que merodeaban pidiendo calma a los vecinos, se trataba de una urgencia médica. Albert rezaba para que estuviesen allí por su vecina la loca. Entonces la señora McQueen salió del edificio acompañada de un joven enchaquetado que asentía tras cada frase, y Albert estuvo seguro de que estaban allí por él.
Se giró lo más rápido que pudo, aunque tarde. La cotilla de la señora McQueen era capaz de llevar la conversación con el agente a la vez que su radar de bruja exploraba los alrededores. Apenas tardó unos segundos en registrar su presencia. Lo último que nuestro asustado amigo vio antes de dar media vuelta fue el rechoncho índice de la vecina de enfrente señalándole. No podía ver a los dos o tres agentes que le perseguían, inicialmente a paso ligero. Aún así, sentía la presión de los cuerpos moviéndose rápidamente hacia él, y el pánico de no saber hacia dónde ir. Puesto que lo que necesitaba era confundirse entre el anonimato de la muchedumbre de nuevo, volvió sobre sus pasos hasta la boca del metro.
Albert ya sonreía internamente al ver lo cerca que estaba de ser perdido de vista totalmente, y entró en su estado de calma fingida que le permitía salir de cada apuro, cuando uno de los hombres que le seguían le dio el alto, y otro que iba más atrás alarmó al resto de los viandantes al libre grito de “peligro de infección”. De pronto el mundo dejó de sonreír a Albert, y nunca más pasó desapercibido. Una mujer adorable intentó darle con su bolso, por lo que tuvo que hacer una maniobra evasiva de última hora y girar hacia la línea D que iba a las afueras. Allí un hombre enchaquetado le agarró de la americana obligándole a desprenderse de ella para correr aún más.
Sentía los pasos de los agentes, y las miradas de los viandantes. Muy pocos estaban asustados por el peligro de contagio, sólo querían atraparle. Ya veía la salida de esa vía de metro hacia la calle Victoria, por lo que aligeró el paso aún más, abandonando su maletín en un intento de ganar velocidad. Casi lo había conseguido, cuando una monada rubia con un uniforme de dependienta le cortó el paso. Le rogó que le soltara. La chica no le escuchaba, no hacía más que gritar: “¡he cogido al infectado!”. Era la misma mujer que le servía el desayuno cada mañana, la que le sonrió el lunes.
Era interesante ver cómo la vida había dado semejante vuelco, pensó Albert mientras le arreaba un puñetazo a la linda rubia y salía por la puerta de emergencia. Afuera la ciudad estaba oscura y parecía peligrosa. Apenas circulaban coches por el asfalto, ya que pocos eran los que podían permitirse un vehículo con el aislamiento suficiente para sobrevivir en el exterior. Asustado y desorientado, Albert recorrió varias millas sin sentir demasiado el efecto de la contaminación en sus pulmones.
Sin saber muy bien cómo, llegó a un callejón sin salida apenas demarcado por los restos lumínicos de unas farolas endémicas. Nada más parar, sus glándulas salivares empezaron a trabajar al doble de velocidad mientras su piel transpiraba como por primera vez. Sintió una fuerte arcada seguida de un intenso dolor estomacal, y al instante estaba doblado como una caña; dándole a la calle todo lo que había en sus entrañas. Para su mayor sorpresa y miedo, lo que había vomitado parecía ser los restos mortales de aquel gusano que había estado dos días dentro de un tarro sobre su mesilla.
Sin tiempo para reaccionar ante este extraño hecho, Albert escuchó de nuevo el paso apresurado de los dos agentes, y a los pocos segundos vislumbró sus siluetas al principio de la calle. Si seguía adelante llegaría al fondo de esa calle sin salida, pero para tomar el giro que le llevaría fuera tendría que cruzarse con los dos hombres, que cada vez estaban más cerca. Albert estaba dispuesto a subir las manos y esperar a que lo detuviesen, cuando de pronto una luz apareció por detrás de los policías. Éstos tuvieron que tirarse a la acera para no ser atropellados por el enorme todoterreno que ahora iba hacia Albert. Justo a tiempo las ruedas frenaron, y una de las puertas delanteras se abrió.
Sin saber muy bien qué hacer, Albert se asomó tras el coche para ver qué había sido de los agentes. Se levantaron del suelo tan deprisa que apenas tuvo tiempo de correr hasta la puerta que se acababa de abrir ante él, por lo que tuvo que propinarle un par de patadas a uno de ellos para que le dejara cerrar la puerta bien. En la oscuridad de aquel vehículo desconocido, Albert sintió paz por primera vez en una semana. Hasta que el conductor aceleró, racheó hacia la derecha y salió por la misma calle por la que había venido. Para hacer esto tuvo que atropellar a uno de los hombres, si bien Albert habría usado la marcha atrás para evitarlo. “Al final hemos tenido que huir, los dos. Y todo por tu culpa”. Le dijo su vecina la loca desde el asiento del conductor. “Bueno, si te soy sincera, siempre he querido irme. Pero me daba cosa hacerlo sola. Creo que quería compañía, por lo que ahora no tengo ninguna excusa”.

Su risa desquiciada y chirriante llenó por completo el interior del coche y la cabeza de Albert, que ahora empezaba a marearse.

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