Un martes cualquiera
Los romanos no usaban el mismo sistema que nosotros para expresar cantidades. Usaban letras que representaban un valor fijo, al que sumaban o restaban unidades hasta llegar al número exacto que querían expresar. ¡Silencio! Rebeca levantó la cabeza de su cuaderno de rayas al tiempo que las risas se apagaban. Seguro que estaban hablando de ella. La que se reía era Sonia, que era un poco mandona pero todos querían ser sus amigos. A Rebeca ya nadie le habla porque un día en el recreo la empujó y se metió con su vestido. El estúpido vestido de flores que lleva puesto ahora mismo. Tenía que haberlo escondido mejor, o mejor, haberlo tirado a la basura.
¡Ring! Veinte pares de pequeños pies atropellándose en el camino al recreo. Rebeca se vuelve con solemne lentitud y hace como que busca el bocadillo de chorizo envuelto en papel albal, que ve perfectamente al fondo de su mochila. La señorita Lucía le dice que se dé prisa y lo atrapa corriendo.
Rebeca come sola junto al tobogán. Allí está Sonia con su pandilla de lameculos, todos riéndose y chillando. Al otro lado del campo de fútbol sin porterías otro niño come solo también. Rebeca no sabe si acercarse o no porque es el rarito, que le tienen que poner un menú especial en el comedor y siempre está con los profesores. No quiere que la asocien con él.
Pedro va tras Sonia y la agarra del chaleco, pero ella había dicho “no vale” antes porque tenía que ir a beber. No es verdad. Se enfada y le grita, y amenaza con ir a clase a por su elástico: Ana y Marta le siguen. Al final Pedro la vuelve a quedar , y ellas corren de nuevo, felices.
¡Ring! ¡Tonto el ulti! Rebeca ya está en la fila. “Primen”, dice tímidamente. Pedro la mira y continúa: “¡segun!”. Pero Sonia dice que ha hecho trampa porque ha llegado antes de que suene la campana. El juego acaba.
Las palabras agudas son aquellas que tienen el acento en la última sílaba. Ana no recuerda cómo se acentúan y Rebeca duda si levantar la mano o no. Al final no la levanta. Recuerda que ella se rió cuando Pedro le levantó la falda a Sonia y se le vieron las bragas. Y también se rió de Juan cuando Ana le dijo que le gustaba y era mentira, y él se lo creyó y la esperó en la puerta del cine toda la tarde. Juan el rarito, sólo él podía creerse algo así.
Todo era culpa de su vecino Jose Luis, que le había dicho que le plantara cara de una vez. ¿Qué iba a saber un viejo ciego?, si hasta ayer no sabía cuál era el color rosa. De todas formas le hizo caso. El chiste de Sonia era bueno, pero ella decidió añadir un “la has caga’o”, para ridiculizarla. Todos le aplaudieron por ello. Ayer al salir de clase le tiró un piedra, ¿qué haría hoy?
¡Ring! A Rebeca le tiemblan las piernas. Percibe en su compañera la mirada maliciosa de quien va a poner en marcha un plan malévolo, como cuando entre las dos metieron una rana en una caja y se la regalaron a Marta con una falsa nota de amor. Se empieza a formar el corrillo bullicioso a su alrededor sin que pueda escapar, ávidas las bocas por pronunciar el grito de guerra. ¡Pelea, pelea!
La matona hace su entrada triunfal entre gritos, pero no le da tiempo de recibir a la plebe con su mirada altiva, porque cae al suelo derribada. Una piedra del tamaño de un puño sobre su nuca ha acabado con su gloria. Estupor en los rostros de sus amigos, sangre en el suelo, y la sombra lejana de un rarito que se ha hartado del reino del terror en el que vivía.
Ya nadie se fija en las horrendas flores del vestido de Rebeca.
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