Asalto de recuerdos

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Puede que sea porque estoy leyendo a Toni Morrison, o porque estoy pasando otro bache (¿o es el mismo de siempre?), o porque soy una malcriada aburrida; pero hoy nada más levantarme me he puesto a recordar algunas de las humillaciones que he sufrido en mi vida. Bueno, sólo dos. Creo que han sido muchas más.

Me he despertado soñando con mi pelo largo y claro cayendo en cascada por delante de mi cara, mientras la amiga de mi madre (que debería haber sido mi madrina) me pasaba el secador conteniendo la risa. Yo no tendría más de once años. Me había apuntado a clases de informática, por lo que me quedaba en el pueblo después de clase, y tenía un rato por la tarde hasta que mi padre me recogiera para ser como los demás niños.

Después de pasar toda mi infancia en el campo, dar una vuelta por el parque comiendo gusanitos con unas amigas era algo totalmente nuevo para mí. No monopolizaba la conversación con mis interminables chistes (como a menudo me gustaba hacer en el colegio), ni seguía como un perrito a mi amiga más popular. Simplemente nos paseábamos tranquilamente disfrutando de la libertad y la falta de responsabilidad.

Como siempre que me lo estoy pasando bien, algo repentino me cortó el rollo. Unos idiotas escondidos desde la parte alta del castillo del parque estaban lanzando huevos, y como siempre una panoli como yo es la mejor víctima para un ataque.

Aún recuerdo la humillación y la vergüenza mientras corría calle abajo en busca de mi amiga. Tan pronto como noté la humedad en mi pelo lágrimas recorrieron mis mejillas, las intenté ocultar mientras corría y gritaba mil cosas a los niños del castillo.

Mi amiga me abrió la puerta con pena en los ojos y una sonrisa en la cara. Le hacía gracia la teatralidad con la que sorbía mis lágrimas, sin prestar mucha atención a cómo hacía un drama de aquello. Supongo que si me viera hoy me vería también siendo un poco exagerada.

Cuando terminó, y viéndome aún indignada, me animó a salir de vuelta al parque y buscar a un policía. Ahora entiendo que me estaba tomando el pelo. Pero entonces no lo sabía, y salí de nuevo a la calle con paso firme en busca de un policía. Y allí estaba, en el mismo parque; supongo que se habría montado un revuelo con lo de los huevos voladores. Le hablé con toda la dignidad que pude mientras me tragaba mis últimas lágrimas, y él hizo como que le interesaba e iría a buscar a los niños.

Finalmente se fue, lo niños también se marcharon, la agitación desapareció lentamente, y a mí por fin se me acabaron las lágrimas. Hasta que esta mañana me levanté con la escena en mi mente.


Luego, en una sucesión lógica más que cronológica, me acordé de mis dos años en el instituto de El Rancho, un barrio colindante a mi barrio del Pantano “natal”. Siempre que me preguntan por aquella experiencia digo que no hay ninguna diferencia entre el colegio de una parte del pueblo y el otro (ya que mis últimos tres años me cambié “al de los pijos”), pero la verdad es que sí la hay. Y no es el nivel académico, al que me refiero en estas evaluaciones tan diplomáticas, sino el nivel cultural. Al menos en mi tiempo la había, no sé ahora. Lo más probable es que ya en ambos centros los alumnos sean unos cerdos insensibles.

De esa época, aparte de mis queridas amigas del cuartel y las fiestas de pijama los sábados por la noche, lo que más recuerdo es otra vez ese sentimiento de humillación. Mis tres únicas y mejores amigas eran el pequeño oasis en el que centraba toda mi vida y que me hicieron realmente feliz. No éramos populares, ni guapas (de acuerdo con el estándar de los chicos de aquella clase, claro), ni nos importaba ser aceptadas por los demás. Sólo nos interesaba nuestra amistad, leer la Súper Pop y comer pipas del elefante rosa (con la consiguiente pelea cuando la única almendra caía en la mano de la que no era la compradora del paquete).

Los recreos eran absolutamente perfectos, las salidas al parque de lo más entretenidas (asustábamos a los chicos con nuestras descaradas miradas, y luego debatíamos sobre sus diferentes reacciones a nuestro acoso), y las fiestas de pijamas eran de lo más aterradoras gracias a mi afición a las historias de miedo.

Pero eso fue el segundo año, el primero fue un año entero con un huevo aplastado en la cabeza. Lo que más recuerdo es que todo lo que conocía hasta ahora de repente era mentira, y el afecto que otros me tenían hasta entonces se olvidó, o tal vez nunca existió.

La cosa es que hasta ahora no había tenido grandes problemas de aceptación. A veces a alguno se le había escapado algo porque yo era la que más sobresalientes sacaba, la que mejor le caía a la profesora, o porque me cogían de protagonista para el horrible teatro de navidad, pero en general mi vida era bastante tranquila. Como no los veía fuera de clase a menudo, las oportunidades para crear historias falsas sobre mí o inventarse motes hirientes eran pocas (en principio). Si había odio o bien no se había desarrollado lo suficiente o bien no había surgido la oportunidad idónea para mostrarlo.

Hasta que llegó ella. Una niñata baja y regordeta que sacaba malas notas y hablaba con una vulgaridad que me hacía chirriar los dientes. Conocida por todos, admirada por todos, temida sólo por mí. Empezó un día cualquiera como quien no quiere la cosa, se dio cuenta de que pasaba de ella y centró su atención en mí. Me decía cosas sobre mi madre, sobrenombres faltos de originalidad y tenía extraña obsesión con los lagartos. Siempre insinuaba que yo era una lagarta sin decírmelo directamente.

Hubiera sido fácil ignorarla. Toda mi vida había sido la primera de la clase, la “campujina”, y mi hermana mayor estaba fuera del cole para defenderme; había desarrollado esa capacidad de ignorar a gente como ella. Además, ella era objetivamente inferior a mí en muchos campos (sí, tengo abuela, pero tiene demasiados nietos para lanzarme piropos cada día), ¿qué coño me importaba a mí lo que pensase de mi persona?

Era normal que me odiara cuando ella era gorda, tenía bigote y no sabía contar dos más dos; mientras yo siempre tenía un índice de grasa corporal “ideal” (de acuerdo con la báscula de la farmacia), mi pelo castaño claro tenía un largo y una espesura perfectos y usaba palabras que los demás niños jamás usarían como “monótono” o “indiferencia”.

Lo peor era el apoyo de obtenía de mis compañeros. Me había criado con ellos, jugado con ellos, guardado comida del comedor en servilletas con ellos, me había reído de la profe de música con ellos; y ahora apoyaban a esa completa desconocida como si fuera la tía más guay del planeta. Al mirar a mi alrededor y verlos o bien reírse o mirar para otro lado, la impotencia me carcomía por dentro, y el torrente de lágrimas imparable (una vez que empiezo a llorar no puedo parar hasta que esté vacía) corría caliente por mis mejillas. Lloraba delante de todos, llena de vergüenza y rabia, y ni siquiera estaba escuchando lo que aquella tía me decía.

Nadie hacía nada, nunca. Ni siquiera el profesor cuando entraba y me veía con los ojos rojos y la cara sucia por la sal de las lágrimas, y le preguntaba con un hilo de voz si podía ir al baño. Entonces todos guardaban silencio, mientras ella sonreía satisfecha.

Aún recuerdo ese silencio de vez en cuando, cuando por casualidad me encuentro con algún antiguo compañero de clase y decide acercarse y saludarme. Me dicen aquello de que estoy perdida y que no me ven nunca, pero lo cierto es que apenas me he movido desde entonces. Simplemente no quiero verlos. Me da igual lo jóvenes y tontos que fueran, ya no me interesan nada.

Cuando dije que quería cambiarme de instituto, la jefa de estudios intentó asustarme diciéndome que cometía un grave error. Que en el otro instituto había un nivel académico demasiado alto para mí, y mientras aquí terminaría la ESO con un sobresaliente, allí a duras penas llegaría al aprobado.
Lo cierto era que yo era la mejor alumna del centro, me da igual que penséis que soy una engreída. He logrado demasiadas pocas cosas en mi vida para negármelas.

De todas formas me fui, y me fue mucho mejor. No tan bien como yo esperaba: nunca te va como tú quieres. Tras mi marcha el cuartel de las feas se disolvió y no volvió a reunirse de nuevo. Pero yo estaba mejor que en el otro centro. Terminé el Bachillerato con una media de 9´31. No lo digo por vacilar: es que es la nota más alta que he sacado desde entonces. Luego aprendí a medirme por valores distintos a los académicos, pero esa es otra entrada.

Lo curioso es que han pasado diez años desde aquello, y aún me persigue esa desagradable sensación de que el mundo no me acepta. Tal vez soy yo, que no acepto el mundo. No soy tan lista como para saberlo. Lo más probable es que esté siendo melodramática, como aquella vez que me tiraron un huevo a la cabeza.

Bueno, ahora me voy a estudiar. Tengo una reputación que mantener.

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