Tarde en el campo.

on | |
Probablemente vosotros nunca hayáis tenido que enterrar con vuestras propias manos a un amigo. Ni a un conocido. Ni a un desconocido. Para mí no es una experiencia tan rara.

Al principio caminas con un cuerpo muerto y una pala –o una soleta, según lo que pillaras antes- por medio de algún sitio perdido. Buscando un lugar que pase desapercibido, y a la vez sea digno. Clavas la herramienta en la tierra y piensas que en tu vida has visto un suelo tan duro. Entonces aprietas los dientes y te dices que puedes hacerlo, porque no te queda otra.

Da igual si es verano o invierno; si llueve, hay niebla, o un sol de justicia. Una vez empiezas a abrir una tumba, cada minuto que pasa estás en el puto infierno. Pronto empiezas a notar ese calor recorriendo tu cuerpo, y aparecen las raíces, o las piedras, o las capas de tierra oscura impenetrable. Crees que llevas horas allí, pero te echas atrás y miras y el agujero es demasiado estrecho, demasiado poco profundo, o muy irregular. Te vuelves, y el cadáver sigue donde lo dejaste, mirándote a través de la sábana o el telón de turno.

Sigues cavando sin pararte a descansar, porque crees que no te mereces coger aire. Abajo, arriba, abajo, arriba, abajo, arriba. Podrías estar así toda tu vida y nunca sería suficiente. No hay agujero en el subsuelo lo bastante grande como para enterrar tu mala consciencia. Al final te das por vencido y decides que ya está terminado.

Le presentas al difunto el sitio, porque crees que debes despedirte como dios manda y para comprobar que sigue muerto. Y luego lo metes allí. Intentas que sea con cuidado, pero no siempre lo consigues. Al principio te da cosa echarle la primera palada de tierra. Pero en seguida se te pasa. Cuando el agujero está tapado del todo lo aplastas con ayuda de la pala, a veces también con los pies porque no te está viendo nadie. Y luego descansas.

Ese momento en el que estás echado en la pala sobre un montón de tierra fresca, eso que tú crees que es algo acabado, no es más que el principio. Es imposible enterrar a un muerto. Queramos o no, nos siguen. Siempre. Se montan con nosotros en el coche, asaltan nuestros sueños, nos persiguen día y noche en nuestra vida diaria. Nos abordan en cualquier momento inesperado, como en medio de una carcajada. Aunque los dejemos bajo el suelo, siguen en pie. Es una parte de nosotros lo que se queda en ese agujero bajo el suelo.

A pesar de todo eso, debo admitir que cuando me vuelvo y comienzo a alejarme del nicho, me siento más ligera. Entonces me viene a la cabeza la falsa sensación de que ese muerto ya no es asunto mío. De la misma forma, me asalta el miedo cuando conozco a alguien nuevo, pues no puedo evitar preguntarme si tendré que enterrarlo también.


Extracto sacado de La venganza de los malditos, proyecto que continúa la historia de Eve Roosevelt.

0 comentarios:

Publicar un comentario