Vivir

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Vivir es un instante a veces eterno lleno de vacío y silencio. Nosotros, humanos miedosos, lo llenamos de pequeños traqueteos que nos acompañan durante el viaje: ruidos. Somos ruido en una meditación profunda.

Las manecillas del reloj, el vapor de la cafetera, el tintineo de vasos sobre la mesa. Las inseguridades que se agolpan donde la ropa sucia y se lavan con el incesante ruido de la secadora llevándose nuestros sueños intactos. Nos dejamos atrapar en nuestros propios pensamientos bloqueando todo sentimiento sincero. ¿Por qué da tanto miedo el silencio?

Nos encantan las rutinas, y saber qué viene después. Tanto que nos olvidamos que el significado de nuestra existencia se halla en lo indescifrable.

También hacen ruido los truenos, pero es el inquietante ojo del huracán el que realmente nos levanta el vello.

Porque en el silencio no queda más que nosotros mismos, alienados del mundo y de los demás. ¿Acaso alguna vez llegamos a romper esa barrera totalmente? No voluntariamente.

Es la muerte la que nos arrastra más allá. A la fuerza nos despierta de la ilusión en la que nos hemos encerrado, nos pone firmes, nos hace sentir tanto miedo y dolor que nos hartamos de sentirnos tan vivos. ¿Y cómo le respondemos? Con ruido.

Creemos que no podemos sufrir más, que no hay nada peor que el desgarro del alma acompañado del quejido de nuestras gargantas. El retumbar de nuestros corazones en la caja torácica a punto de salirse por la boca. El ir y venir furioso de la corriente interna de tu sufrimiento saliendo desde tus pulmones. El grito, deseperado y desesperante, de tu mente pidiendo auxilio, intentando salir de la cárcel de tu cuerpo.

El luto es tan ruidoso que da miedo.

Sin embargo, ¿qué hay peor que el silencio sepulcral de aquel que no descansa en una cama vacía?

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