Zombie

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Concha abrió los ojos de pronto: sobresaltada, como si le hubiera faltado el aire. Se había quedado dormida, qué raro, sobre el suelo de la cocina. La compra a medio guardar, todas las puertas de los muebles abiertas; extraña la postura de sus rodillas.
Se estiró despacio mientras observaba la fina neblina templada que envolvía la habitación. Como si se hubiese dejado el grifo del agua caliente abierto. Podía oler la humedad, pero apenas la sentía. Sus muñecas crujieron, y el hueso de su rodilla se descolocó un segundo, pero volvió de nuevo a su lugar tras un profundo quejido. No le dolió, pero le preocupaba bastante la rigidez de sus articulaciones. Sin duda había dormido en una muy mala postura.
De pie en medio de una cocina casi vacía, sentía la ropa ajustarse a su cuerpo con voracidad, asfixiándola. Una extraña sensación de frío se había apoderado de su esqueleto, atacando con ensañamiento a las juntas; y éstas protestaban con chasquidos quedos. Dio un paso al frente y se derrumbó, acompañada de nuevo de la macabra canción de huesos chocantes. Sin atreverse a intentarlo de nuevo, reptó pasillo adelante en busca de su teléfono móvil. Éste yacía sobre la mesa del salón de cualquier forma, junto con las demás pertenencias de su bolso: abierto y boca bajo.
El pasillo parecía alargarse como la sombra de un ciprés en una tarde que expira. No sabía por qué Concha había pensado en esa metáfora, ni por qué le produjo un escalofrío. Cuando al fin alcanzó su objetivo, alzó la mano y tuvo que contenerse para no gritar. En la parte anterior de su brazo, la sangre se acumulaba bajo una piel blanca y fina. Parecía que iba a romperse en cualquier momento para dejar fluir el líquido. Tenía ambos brazos cubiertos de esas extrañas manchas, similares a un moratón pero, no sabría decir cómo, eran distintas. No eran palpitantes manchas dolorosas, sólo sangre. Cogió el teléfono con una mano temblorosa y marcó las teclas con dificultad. Entonces notó sus manos azules y sus uñas sucias, y se preguntó qué demonios le estaba pasando. Esperó impaciente unos minutos, pero no había señal. 112, lo había marcado, sin duda, y había presionado el botón verde. Repitió la operación y esperó. Pantalla en blanco por respuesta. Otra vez. 112. 061. 112. 061. 698547125. Nada.
Su marido debía haber llegado ya. Era extraño que tardara tanto, aunque en realidad no sabía muy bien en qué hora o día vivía. Temía no volver a verlo, no sabía por qué. Esperó asustada sobre el frío suelo del salón, inusualmente frío, helado. Y durante unos minutos (tal vez horas) hizo teorías sobre lo que le podría estar pasando. Tal vez era el virus ese nuevo del que tanto se oía hablar en la televisión, aunque no, eso era muy lejos de aquí. Jose seguía fuera, no sabía dónde. ¿Le habría pasado algo a él también? No quería ni pensarlo.
Tras una larga espera decidió intentar moverse de nuevo. Sus brazos se resistían a doblarse, y mucho menos querían mantener el peso de su tronco para que ella intentara levantarse. Otra vez el hueso de la rodilla fuera. Como los moratones, aquello no era realmente una herida, apenas lo sentía. Lo colocó con dificultad y pudo incorporarse; al menos esperaría sentada. De pronto algo brilló entre las cosas del bolso, que seguían fuera de él de forma desordenada: un espejo. Lo pensó varias veces hasta que decidió armarse de valor y abrirlo, para luego asomarse a una imagen surrealista. Al verse, una ola de pánico recorrió toda su espina dorsal, más curvada de lo normal.
Sus ojos estaban muy abiertos, y sus pupilas algo dilatadas; pero no había humanidad en ellos. Estaban como vacíos, como si miraran al fondo de un abismo en lugar de su propia imagen. Las ojeras eran de un tamaño desproporcionado, y el tono general del rostro tiraba más al azul que al blanco. No había un solo tono de rosa en su rostro, inmóvil y falto de espíritu. Estaba como hinchada. Sus pendientes de oro cortos estaban a punto de estallar por la presión. Toda llena de extrañas heridas y barro, arena húmeda por todas las cavidades que podía ver. Lo que más le asustó fue su pelo. Embarrado hasta las puntas, casi ni se apreciaba el castaño claro con reflejos rojos con el que se lo tiñó la semana anterior. Esta extraña visión de sí misma le hizo estremecer un segundo. Tras esto siguió el pánico y la urgente necesidad de volver a ser la de antes, de recuperarse de lo que fuera que le estaba atacando el organismo.
Más desesperada que nunca, reptó de nuevo por ese pasillo ya sin miedo, y se abrió paso hasta el cuarto de baño. Asomó su cuerpo al borde de la bañera, pero no fue capaz de meterse entera. Alargó la mano y se rompió una uña intentado darle a la llave para que el agua saliera. Ni siquiera sangró, aunque la uña cayó entera ante sus ojos. Lo ignoró como pudo y le dio al agua al fin. No sabría decir si era agua caliente o fría, sólo notaba la tempestad que azotaba sus huesos. Se colocó la alcachofa sobre la nuca, y vio correr agua marrón por su cara hasta la bañera, donde se hacinaba la arena, interminable. Agua, barro, humedad, asfixia… unas imágenes extrañas le vinieron a la mente. Una pala que se zarandeaba en el aire y dejaba caer arena negra sobre un cuerpo inmóvil. La vio desaparecer pero pronto reapareció, con más arena negra. Concha paró el agua de pronto –no sin esfuerzo-, consciente de que estaba teniendo una visión. Sintió la arena sobre sus párpados, pero aún le quedaban el resto de los sentidos. Oyó el murmullo del trabajo incansable de la pala, oculta por la complicidad de la noche. Sintió el frío de la tierra mojada, que la arropaba en un nicho improvisado que llegaba a destiempo a su vida. Olió la vida de la tierra donde iba a dejar la suya. Luchaba por hablar y la arena entraba, invasora impía, atacando a su sistema respiratorio.
De repente pensó en su marido, no sabía por qué. ¿Era eso? ¿Estaba teniendo una visión, en serio?, ¿como esos charlatanes de la tele? De pronto estaba segura de que su marido se hallaba enterrado en algún descampado lejano, por eso no había venido, por eso ella estaba así. ¿Cómo lo iba a encontrar en estas condiciones? ¿Qué había pasado: magia negra, una fuerte conexión, o de veras era un virus y se estaba muriendo?
Casi por accidente levantó su falda un poco y recordó más detalles. Una marca profunda de una aguja ancha clavada en su piel repetidas veces. Todo cobró sentido. Recordó haber visto a su marido inyectándole algo mientras dormía, demasiado profundamente. Recordó que era ella la que estaba muerta. Envenenada, o como parte de un extraño proyecto personal de él, qué más daba ya. Recordó la agonía del peso del barro sobre sí, y la falta de aire al penetrar éste por su nariz, oídos y boca. Recordó el esfuerzo que le supuso nadar hasta la superficie, y el desgarro que se produjo a sí misma al meterse los dedos hasta la garganta, para destapar el sello compacto que sellaba su laringe.
Había olvidado, sin embargo, cómo subió a la parte trasera del coche mientras él recogía el instrumental y revisaba la zona para no dejar huellas. La neblina húmeda lo envolvió todo las primeras horas, hasta hacía poco, realmente. Nunca pensó que el alto precio a pagar por el ascenso de su marido en el laboratorio incluiría su muerte, mucho menos su resurrección. Sólo sabía que estaba allí, viva o muerta, qué más daba, y todo tenía sentido. De pronto su estómago rugió al registrar su olfato un olor distinto a todos los que había sentido hasta ahora. Inspiró hondamente el sudor, el aliento y los fluidos de alguien conocido en las escaleras. Sus glándulas salivares comenzaron a trabajar al doble de velocidad, y sus entrañas se removieron, haciéndose eco del hambre la garganta con un sonido gutural. Escuchó unas llaves y el pulso de un corazón tranquilo. Volvió a colocarse la rodilla, que se había salido de su sitio una vez más por un movimiento brusco provocado por la excitación, y esperó pacientemente junto a la bañera. Tarde, pero su marido había venido a por ella.

1 comentarios:

Rukia dijo...

No me suelen gustar las historias de zombies, pero lo cierto es que esta es una escepción, sencillamente porque es la primera que encuentro que esté contada desde el punto de vista del no-muerto. Bravo!

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