Un buen día

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Luna sabía que hoy iba a ser un gran día. Confiaba en ello. Se agarraba a esa idea como a un clavo ardiendo en medio de un huracán. Al salir del edificio, tanteó por su profundo bolso en busca de un llavero metálico que al tacto le congeló los dedos y heló su expresión. Se liberó finalmente de sus pensamientos con un suspiro. Hoy iba a ser un gran día, no podía permitirse llorar.
Condujo con premeditada lentitud por la calle principal de la ciudad, mirando constantemente por la ventanilla. A su paso provocaba pitadas de enfado, y algún que otro conductor le adelantó con una maniobra peligrosa y profiriéndole insultos a través del cristal bajado. La niebla se había levantado por fin y el sol asomaba tímidamente a través de una densa nube, deshaciéndola. Ese es el poder del sol, siempre está ahí aunque no lo veas. Al menos hoy se había dejado ver para mirarla a los ojos. Eso era positivo. Sí, debía serlo.
Antes de llegar a casa, y aprovechando que tenía día libre en el trabajo, paró en el centro comercial. Aunque su intención era simplemente llenar la nevera, se dedicó a sí misma unos deliciosos minutos que empleó en pasar por todas las tiendas apetecibles: la chocolatería, la tienda de cosméticos, la de decoración, la librería… En la herbolistería se dio de bruces con una mujer mayor, cuyos ojos profundos parecían dos pozos oscuros que gritaban de desesperación por salir de ahí. Sus manos frágiles, su escaso pelo… incluso su suave perfume a muerte cercana la conmovió, haciendo que le temblaran hasta los huesos. Pero se prometió a sí misma que hoy no lloraría. Sería un día genial.
A la vuelta se pasó por la guardería y recogió dos horas antes de lo previsto a su hija de año y medio. Entrar en la sala donde se hallaba junto a un montón de bebés, rebosantes de vida y fluidos, le supuso también una gran prueba. Esos frutos de vientre hacía pocos meses habían empezado a respirar, y sin embargo ya podía oler en ellos el miedo a la muerte. Todos lloraban ante cualquier miserable dolor, y alzaban los brazos melancólicos por la añoranza del calor de los brazos maternos. No conocían nada del mundo y ya sabían bastante de la vida. Se deshizo de todas esas oscuras conclusiones con una sonrisa al despedirse de las cuidadoras de su bebé.
Al llegar a casa se topó de frente con su retrato de bodas. Hacía apenas cuatro años ella alzaba los labios en una sonrisa de sincera felicidad ante la cámara. Ahora no sabía qué expresión estaba poniendo hasta que no se veía reflejada en algún espejo, o hasta que no descifraba las reacciones de los demás.
Puso a su hija en su trono y se dispuso a preparar la comida favorita de su marido, que llegaría en una hora. Mientras cortaba las verduras miraba de reojo a su hermosa princesa: inteligente y despierta, bonita y delicada y a la vez fuerte, su temperamento sería flexible como un junco en el futuro, estaba segura. Cuando por fin terminó oyó el sonido de las llaves, que tras de sí traía una oleada de incontroladas emociones que se expandirían a lo largo de todos su ser el resto de la tarde.
Recuperó de golpe todas las viejas costumbres que había perdido: se quitó el reloj para dejar de controlar el tiempo. Volvió a mirar a su pareja con ojos conmovidos por encima de los platos y copas de la mesa. Aprovechaba cada oportunidad de tocarlo aunque fuera un leve roce al pasar a su vera. Volvió a besarle en público. También dejó de controlar su aspecto físico con cuadriculada constancia. Se expresó libremente sin miedo a atarse a los demás con un amor dependiente. No apartó sus ojos de los ojos que le hablaran un segundo, como queriendo guardar en su recuerdo el aspecto de cada milímetro de las retinas ajenas. No le dio miedo abrazar a destiempo, ni se despidió de sus amigos con un simple gesto. Le dijo a su madre “te quiero”, y rompió con el aire de sus pestañas el fino silencio de cristal que le separaba de su padre. No hizo ningún reproche aquel día eterno que prolongó cuanto pudo.
Pero la luna se desnudó en aquel cielo mostrándose opulenta y virginal, y Morfeo acunó a su hija en una nube caída. La observó durante horas mientras dormía. Sí, hoy había sido un día estupendo.
Ya en su lecho la esperaba la más dulce de las sonrisas y la más tierna de las miradas insinuantes. Reprimió una lágrima y se dispuso a decir adiós a lo que más quería en este mundo y el siguiente. Se perdió en sus brazos con la esperanza de no salir nunca de ellos, pero el destino cruel hizo que todo acabara. Sus labios se desprendieron para tener que finalmente mirarle a la cara. “Ha sido un día estupendo”, dijo él. Sin lugar a dudas, había sido fascinante. Más de lo que ella nunca pensó que sería su último día en la tierra: no dejaba lágrimas ni tristeza, sólo un feliz recuerdo.
Una vez dormido él, le susurró que no podía dormir y que se iba a dar un baño relajante. “Mañana tienes que levantarte temprano”, respondió medio soñando. “Te quiero”, fue su respuesta, y él asintió mientras buscaba a tientas su cara para darle un beso sonámbulo. Volvió a dormirse.
Tras escribir en un folio todo lo que sentía por su marido, por su hija, y su familia, sin olvidar amigos y enemigos, se dio cuenta de que tan pobre dialéctica nunca pasaría a la historia. Se rió al pensar en lo tonta que era al pensar en su trascendencia en el mundo. Todo lo que somos es por alguna razón. Somos efímeros, será por algo. Para qué luchar contra la corriente. “Sólo los peces vivos nadan contra corriente”, pensó tristemente.
Llenó la bañera e introdujo todo su ser en ella. Se tumbó y cerró los ojos mientras mantenía en su mano una cuchilla de afeitar. Suavemente se seccionó ambas muñecas en sentido vertical, y al dolor siguió la sangre. Ésta brotó de su ser sin ningún tipo de pausa: sabía que dentro de sí ella nunca fue indecisa. Blanco sobre rojo, vio el contraste entre la fría habitación que la guardaba, la vida que se le escapaba del rostro, y la incertidumbre que se cernía sobre ella. Bajó las manos y éstas quedaron sepultadas en un ataúd tibio, y vio como su vida se mezclaba con el agua diluyéndose poco a poco; así desaparecería su recuerdo de la mente de su hija, y del corazón de su marido. Todo su ser se derramó por fuera de los bordes de la realidad, sintiéndose ligera y espesa a la vez. Mientras esto ocurría ella recordaba las palabras que había oído a primera hora de la mañana: …”es cáncer de colon, el más rápido y peligroso…”, “…en estado avanzado…”, “…de seis a doce meses de vida…”, “…no podemos garantizarle qué calidad de vida tendría…”
Era curioso, ahora que era libre de llorar todo cuanto quisiera no le salían las lágrimas, ya que su angustia se escapaba lentamente en rubíes aguados. Luna pensó que había sido un buen día, y se quedó dormida.

4 comentarios:

Rukia dijo...

joder...

me ha gustado esta frase: "No conocían nada del mundo y ya sabían bastante de la vida."

Rukia dijo...

por cierto, me gusta el cuadro de Marat asesinado ;)

FERNANDO DOMÍNGUEZ GÓMEZ dijo...

Pero, hija mía, ¿no puedes escribir cosas un poquito más alegres? Jaja. En serio, me gusta cómo escribes y cómo describes los escenarios y las sensaciones de los personajes. Además, no cometes el error de mucha gente, que abusa de los adjetivos como si así quedara mejor el texto. En fin, éste es mi comentario. Sigue escribiendo y a ver si nos sacas de pobres. Besos.

Puli dijo...

Vaya gracias!! La verdad es que soy fan de la adjetivación rimbombante y me cuesta bastante no abusar de ella... pero poco a poco aprendo a controlarme jajajaja...

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