No es un crimen amar

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Qué bello el vaivén de sus caderas, contoneándose, con cierto ritmo, al pasar por mi puerta. Qué elegancia de ese cuerpo y esas piernas, que como juncos movidos por el viento, danzan al andar. Qué bella, qué bella es y qué ojos tiene; negros, profundos, que se clavan al mirar.

Su pelo negro y rizado ondea, a la altura de sus caderas, rizos que marean mis turbios pensamientos, rizos que coronan esa estatua de belleza. Cada día a las seis en punto, me siento y la veo pasar, a veces sus ojos me miran, su boca dibuja una sonrisa y continúa danzando al son la música que le acompaña siempre. Luego se pierde en la calle… y hasta el día siguiente.

Esa gitana me tiene enamorado, enganchado a sus andares que son el más dulce de los vicios, enganchado como tantos otros, pero de forma diferente. Ayer supe que la quería. Rondaban las seis menos cinco, y el sol era intenso como cada tarde de verano, notaba como la temperatura subía y cada centímetro de mi piel transpiraba intensamente. La calle en silencio, las sombras escondidas… llegó la hora de que pasara mi gitana. Y a lo lejos divisé su figura, su plante era despampanante, su pelo volaba, su vestido rojo resbalaba por su piel en suaves caricias.

Pero antes de que pasara ante mi puerta, y me regalara una sonrisa, la paró un mozo moreno, que tras de ella venía. Hablaron un rato, y le regaló una sonrisa; pasó, sí, ante mi cara, con su novio de la mano. El mundo se me vino encima, pues sus formas ya tenían dueño, sus besos ya tenían nombre, y sus danzas no serían nunca mías. Tan pronto como creí en el amor, el amor me mató, de la forma más cruel y violenta que jamás pude imaginar. Por eso sé que la quiero.


Después de ese encuentro todo fue distinto, su mirada no se clavaba como antes, y la luz de sus ojos estaba muriendo. Pasaba rápida, como relámpago, interrumpía mis pensamientos por un momento sin dedicarme la más mínima atención. Dulce sin sabor de la ignorancia, cuanto menos me miraba, más ansias tenía de verla. El latir de mi corazón ensordecía el sonido de sus tacones al caminar; el sudor de mi frente, que bajaba rápido hasta la nariz, me impedía verla bien tras esa cortina translúcida que se ponía ante mis ojos; su chispa no me llegaba por el recuerdo de ese mozo susurrándole al oído aquella tarde de agosto.

Y más la quería. La amaba hasta el delirio y, sin embargo, se iba disolviendo en mis pensamientos. La veía alejarse cada tarde, pero jamás la vería acercarse y sonreírme. Cuanto deseaba cogerla de la mano, contemplarla o fundirme con ella en un beso, mi sueño se marchitaba cada día.


Tras meses de bagajes por mi mente y sueños imposibles que me alimentaban el alma, llegó a mis oídos el rumor de que mi bella se casaba. Pude entonces sentir el frío de una daga atravesando mi corazón, sentí como me rompía la piel y llegaba hasta lo más profundo de mi ser, desplomándome en un llanto sordo. Se oyó el leve tintineo de mis sueños rotos al caer, como cuando algo de un frágil cristal se te escapa de las manos.


Asistí al enlace desde la puerta, escondido entre la multitud, conteniéndome para no gritar, con la respiración entrecortada por el llanto que disimulaba con terrible dificultad. Cuánto me dolía el alma. De blanco radiante y pie decidido salió de la iglesia la novia, su pelo danzaba con ritmo, igual que sus caderas y sus piernas, nada mi chica había perdido.

La gente aplaudía la escena, y mi cólera aumentó, la mujer volvió su cabeza, y sin quererlo, su mirada con la mía cruzó. Me perdí en el negro de sus ojos, y entre el espesor de sus pestañas encontré la chispa que veía cada tarde ante mi puerta. Sonrió por un instante, sólo me miró a mí e hizo el gesto más bonito que jamás ha hecho nadie, me miró y me tocó el alma, resucitándome. Entonces corrí lejos, para no ver el tradicional beso, no quería más tortura ni castigo, estaba casada, ¡pero me había sonreído!


Las mujeres casadas son pecado, eso me dijo el párroco a quien confesé mis delirios. Si te enamoras de una mujer que ya ha sido desposada, estás cometiendo un enorme pecado, y si intentas por encima de todo encontrártela en cada tienda o ayudarle con las bolsas eres un pecador. Yo ya sé que nunca iré al cielo.

En una tenducha de barrio más pobre y sucia que cualquiera de las del centro, allí debía comprar mi alma gemela, convertida en esclava del matrimonio. Al principio me miraba de reojo sin mediar palabra, se tocaba el pelo o jugueteaba con sus colgantes, con una extraña calma que más bien parecía inquietud disimulada. Con el paso de los días, siempre en profundo silencio y con actitud distante, permitió que le ayudara con las bolsas y daba las gracias con una sonrisa, pues yo no buscaba otra cosa. Nervioso con la vista al frente, marchaba de camino a su casa con sus cosas en mis brazos, sintiendo cerca el vaivén de esas caderas y el perfume de su pelo, mataba yo entonces por un beso. Así me fui acercando, convirtiendo mi corazón en un esclavo de mi cuerpo, sin dormir, ni trabajar, sólo buscaba esperarla para verla sonreír un día más.

Mas una tarde de finales de diciembre en que no había conseguido mi objetivo, pasé como despistado por su casa para ver si la suerte me acompañaba. Esperaba que se asomara a la ventana, como rayo de luz en el alba, o simplemente saliese a por la ropa que colgaba de un tendedero junto a su choza. Era una princesa de corona de hojalata, sus jardines eran descampados de un barrio pobre, y su belleza el único astro que iluminaba aquel mugriento lugar que era su hogar.

Nadie. Mi curiosidad arrastró mi cuerpo hasta una de las ventanas. En la cocina la soledad era absoluta: cacerolas y estropajos se mezclaban en el fregadero y la mesa, aún puesta, presentaba una visión patética. Di un rodeo a la chavola y con sumo cuidado de no ser visto me aventuré a mirar en su habitación, sábanas revueltas… y soledad. Una tras otra me acerqué a espiar en cada una de las ventanas, encontrándome en todas ellas el mismo panorama.

Ya solo quedaba una, a la que no debía siquiera asomarme, pero mis impulsos pueden más que mi conciencia, así que me encaramé al muro y ojeé el baño. En el suelo, ya marchita su belleza, el cuerpo de la mujer a la que en silencio amaba se encogía llorando. Con sus manos tapaba su cara, procurando no ver el horror con el que su esposo golpeaba su cuerpo.

Con violencia y entre gritos, el hombre la levantaba por el brazo, a veces por el cabello, o incluso por el cuello, para chillarle al oído lo mucho que se merecía que le pegara, y la soltaba en un brusco gesto tras haberle propinado un par de bofetadas más. Con sus delicadas manos la chica se tapaba los oídos y lloraba, pero no podía escapar. Podría no mirar a su agresor, pero este seguía allí; podía fingir que nadie le estaba chillando, pero la voz seguiría sonando; podía decir que la paliza no existía, pero las marcas y los moratones le recordarían que sí.

La princesa sin castillo, el pájaro sin alas, la estrella sin destello se desplomó, abandonándose al dolor físico de los puñetazos, e ignorando los gritos de su corazón. Fui un mudo testigo de la muerte de esa chica, la dueña de mis fantasías, la reina de mis ilusiones desvanecía entre la violencia de ese hombre que creía poseerla. Estuve mirando dos segundos eternos en los que pude sentir como su magia moría, luego corrí hacia la puerta de la casa. Se agolpó la sangre en mis sienes, y el constante bombeo dentro de mi cabeza me ensordecía, pero aún así oía sus gritos de terror.

Su marido al verme se giró y, con la frialdad de un hombre capaz de golpear a alguien de tal forma, preguntó por mi intrusión. No le oí, aparte de la voz de ella y el “bom-bom” de mi cabeza no había ningún sonido capaz de llegar a mi cerebro en ese momento. La levanté con firmeza pero cuidadosamente, como quien trata con una pieza de cristal. Un fuerte golpe me arrebató el equilibrio y caí, como torre exterminada con dinamita. Una mano fuerte y fría me agarró del cuello, y apretó con fuerza haciéndome ver por segundos el camino hacia la muerte, la sentí tras de mí, esperando a tocarme con su mano y llevarme a donde mi cuerpo no pudiera llegar.

Terminó la situación de asfixia al cansarse mi contrincante de la pelea, volvió a por ella. La tenía alzada en el aire, y se podía apreciar el grito sordo de la chica que se ahogaba, y el negro profundo de sus ojos se desbordó tiñendo de negro cada uno de mis pensamientos. Sin pensar mi mente, mi cuerpo actuó, agarré una botella que por el suelo andaba tirada, y con ella arremetí contra la cabeza del agresor, acabando con la agonía de la chica, y regalando a la muerte que minutos antes vi tras de mí alguien a quien llevar en mi lugar.

El charco de sangre llegó hasta los pies de mi amada, que lloraba sordamente inmersa en un profundo shock. Encogida, abrazada a sus rodillas, tiritaba observando el cuerpo inerte de su marido. Movió los labios un momento… pero no logró decir nada. La sangre seguía avanzando, y mis pensamientos empezaron a surgir, ideas confusas que venían una tras la otra, atropellándose, impidiéndome pensar con claridad. Su ojos negros me miraron, preguntándome, asustados, balbuceó palabras mudas. Se encogió más para no mancharse de sangre, ya era tarde.

Entonces comprendí cuál era el precio. Había sacado el pájaro de la jaula, con el tiempo su estela volvería a brillar; la princesa no tenía un castillo, pero al menos ya no tenía verdugo en la cárcel de su vida, pero yo corría peligro.


Rápido limpié mis manos y mi conciencia en el lavabo de aquel baño cochambroso, recé unos segundos, miré a mi dama, y eché a correr. No sé si sucedió en verdad o fue sólo una fantasía, pero mientras me alejaba de la casa creí ver una luz encendida, y una silueta. Esas caderas y ese pelo largo serían la fuente de mis ilusiones por siempre, ella había salido a verme escapar, había roto su jaula, y me lo agradeció con su casi imperceptible presencia junto a aquella ventana en forma de despedida.

Se alejaba por fin el caballero andante, con las manos manchadas de sangre y una muerte a su espalda, pero en el corazón llevaba, por encima de todo, la sonrisa de una dama grabada. Así me convertí en lo que soy: un romántico, un bandido, un ladrón y un liberador. Así nació mi empeño por soñar, y fue así también como choqué con la realidad. Esto me hizo mal, porque dejé lejos el amor, y por la figura de ese payo malo que cada noche descansa a los pies de mi cama, esperando paciente el día de mi captura por la ley. Pero en el fondo de todo mi ser encuentro siempre el recuerdo de unos andares y un brillo en unos ojos que me recuerdan por qué estoy viviendo, y por qué no me llevo yo mismo a donde descansa el hombre ese: por la ilusión de soñar con alguien, con una gitana, quizá.

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