Desde la distancia

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Supongo que pasa siempre, que cuando más lejos está una de su casa, más se preocupa de las minucias que antes evitaba. Nunca me he sentido muy de mi tierra, la verdad, ni mi tierra parecía sentirse cómoda con mi presencia, por eso no me dio pena marcharme. Y no me arrepiento de nada, de hecho cada vez más pienso en cuánto seré capaz de alargar esta visita.

La verdad, no me veo volviendo (al menos al lugar exacto del que partí), y no sólo es que yo sea muy despegada: siento que España está repeliendo a mucha gente como yo. Siempre echas la cabeza atrás y piensas en la familia, pero en estos tiempos si no hablas con alguien es porque no te da la gana, y como ya se intuye yo nunca fui muy arrimada.

Aun así me duele, este sentimiento de que no me voy: me echan.

No hace falta que te den una patada en el culo para sentirte expulsado, basta con que te digan que no hay sitio. No hay sitio, no hay dinero, no hay trabajo (en unos meses tampoco habrá médico para mí)y entonces alguien te pregunta ¿tienes ganas de volver?, y yo le digo ¿volver a dónde? ¿Volver a qué? ¿Qué significa volver? Nunca estuve allí.

Y es una pena, porque aquí dices que estudiaste en Europa y todo suena muy cool, muy scholarly. Porque ninguno vio la sala penosa donde hacía los listenings, rellenando fotocopias maltrechas pagadas de mi bolsillo mientras escuchaba una cinta de casette mil veces regrabada con unos auriculares de cuero falso desvencijado. Ningún americano sabe que en Sevilla te pueden partir el cristal del coche por quitarte una radio que no funciona, o simplemente romperte un espejo porque sí. Los americanos piensan que el que no va a la universidad es porque no le da la gana, y que todo el que estudia tiene un buen puesto de trabajo. El mundo es de usar y tirar, y eso nunca tiene consecuencias. La comida orgánica es mejor porque es más cara.

España nunca ha pensado así. España nunca ha vivido por encima de sus posibilidades. Sólo los banqueros, sólo los políticos ambiciosos que no podían conformarse con sus manutenciones, sus coches oficiales y sus pagas vitalicias. Ningún español corriente hace viajes oficiales, ni comidas oficiales, ni se opera oficialmente. Los españoles sólo nos movemos cuando podemos, comemos lo que nos da con nuestro sueldo, y hacemos cola en el médico hasta que es casi imposible esperar más, y pagamos, pagamos, pagamos... todos los platos rotos del mundo. Y luego nos echan, porque no tenemos nada más que nos puedan robar.

Yo no me voy de España: España me echa. Y por mucho que me duela, voy hacer lo que haga falta por tener una vida mejor, por vivir como quiero, sin que me reprochen nada, sin que me recorten más.
Sin embargo, ahora que estoy lejos, me siento más española: más triste, más humillada, más cabreada. Porque es otra derrota más, porque de nuevo somos los mismos los que estamos marcados: los que no tenemos dinero para comprarnos una reputación nueva. Los nietos y los biznietos de los perseguidos, los eternos perdedores.

España necesita un cambio, y el pueblo tiene la respuesta. Vamos a jugar a que es posible, a que no tenemos miedo, a que podemos con ellos y los vamos a echar de verdad. Ahora que vamos despacio, hagamos rodar cabezas, y que de las faldas de los curas caigan los panes para los hambrientos, y que las propiedades banqueras sean el futuro del pueblo. Ahora que vamos despacio, vamos a ir más deprisa, y a contar en voz alta lo que siempre hemos callado. El pueblo ya no se cree las mentiras, ahora hay que contarle las verdades a los políticos.


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