He intentado escribir este post varias veces sin que me guste, pero hoy escribiendo la crítica To the bone me ha salido de corrido. Perdonad el estilo descuidado y el desorden al contar la historia, pero es algo doloroso para mí y no quiero darle más vueltas al texto; sólo quiero escupirlo a la red para que el veneno deje de recorrerme las venas.
Hace ya muchos años que dejé
atrás esa etapa de mi vida, pero es cierto que uno nunca está 100% recuperado.
De hecho, cuando vi la película (To the bone) estaba en el camino de volver a mi peso
saludable tras coger un sobrepeso de más de 12 kilos por encima de mi peso recomendado.
No todos lo saben, pero esa puede ser otra consecuencia de los trastornos
alimenticios. Cuando dejé de controlar mi peso empecé a usar la comida como
método antiestrés, y eso me llevó a un camino de excesos y un sobrepeso que he
tenido que pedir ayuda médica para superar.
Yo creo que estoy obsesionada
con el peso desde pequeña. Recuerdo que mi madre se pesaba cada semana, y yo
siempre pedía pesarme. Estaba por debajo de mi peso y lo sabía. Me daba mucha
satisfacción montarme en la báscula y ver el mismo peso de siempre: mis primas
y las mujeres que hubiera presente siempre comentaban que les encantaría pesar
siempre lo mismo.
Pero todo cambió con la
pubertad. Crecí mucho en un sólo verano, y desde entonces cada vez que me
montaba en la báscula el número había crecido. Desde entonces no me perdía un
sólo día de peso, preocupada. Todos insistían en que seguía estando muy
delgada, pero yo no escuchaba. No entendía cómo podía perder control de algo
que desde siempre me había resultado tan fácil mantener.
Aún recuerdo el estremecimiento
que sentí al ver el número 50 en la báscula. No podía entenderlo: no había
cambiado mis hábitos, pero mi cuerpo seguía ensanchándose. Cuando el tiempo
pasó y mi cuerpo se estabilizó en su peso normal -inaceptablemente alto para mi
gusto- decidí cambiar mis hábitos para intentar cambiarlo.
Y funcionó. Con un poco de
sacrificio pronto los números de la báscula cantaban la canción que yo quería
oír, y de nuevo empecé a escuchar los comentarios de envidia de las mujeres que
me rodeaban. Era como si mi autoestima se nutriera exclusivamente de la envidia
de los demás. Y seguí.
Entonces los comentarios de
envidia se convirtieron en preocupación, pero en mi mente sólo era un intento
de la envidia que las otras sentían de mi cuerpo para hacerme ganar peso y
volver a sentirse ellas mejor consigo mismas. Llegué a pesar 42 kilos. Y sí,
tengo que admitir que esto lo cuento con un poco de orgullo. Como os decía: una
nunca se cura del todo.
Al final mis preferencias estéticas
se convirtieron en un problema familiar. Muchos profesores me comentaron que
estaba demasiado delgada, aunque ninguno hizo nada por ayudarme más allá de
esos comentarios. Mi madre y mi hermana, sin embargo, se convirtieron en dos
guardianas.
Me vigilaban, me contaban lo que comía y lo que no, para hacerme
consciente de que era muy poco; me amenazaron con llevarme a un psicólogo. Empecé
a soñar que comía, y luego me levantaba con remordimientos: pensaba que hasta
comer en sueños podía engordarme. Marcaba en el calendario los días que comía
de más o que no hacía deporte, y al final de mes hacía recuento de lo mal o lo
bien que me había portado. Me medía los muslos y los brazos y me ponía metas
imposibles. Pasaba horas montaba en la bici o con los patines. Examinaba mi
cuerpo durante largos minutos ante el espejo, pero jamás llevaba ropa ceñida o
reveladora.
No os puedo decir qué fue lo
que me hizo decidir dejar de hacer las cosas que hacía. Fue de repente. Supongo
que las palabras de mi madre y mi hermana hicieron mella dentro de mí. Un día
estaba viendo unas fotos de un campamento de verano al que fui con mi
instituto, y la imagen de mis piernas me golpeó de repente en el alma. En la
foto estaba de pie junto a mi amiga María, la más alta y delgada de todas las
amigas que tuve jamás. Como es normal, yo ocultaba mi bikini de calzonas altas
bajo la toalla, pero ésta era muy corta y dejaba ver mis piernas. Al lado de la
lagartija de María, mis piernas eran ridículas: dos palos con un hueso ancho en
el medio.
Me entró una tristeza muy grande e inexplicable, y me senté a
escribirle una carta a mi madre. En esa carta, que curiosamente encontré hace
poco en casa de mis padres, le prometía que volvería a comer. A mi ritmo, sin
presiones, pero comería y recuperaría mi peso.
Así, no con pocos problemas, volví a comer, y recuperé mi peso.
Conseguí “conformarme” con el peso que tenía (en mi cabeza yo tenía que pesar menos, pero
nunca llegué a eso) y me mantuve ahí. Luego pasó el tiempo y me centré en otras
cosas. Mi carrera, mis relaciones personales y algunos problemillas de otra índole
me hizo una persona ansiosa, y entonces me volví a la comida.
Siempre que estaba triste o me preocupaba algo, comía.
Si estaba nerviosa, también comía.
Si me aburría, comía.
Si me pasaba algo bueno, comía.
Si me pasaba algo malo, comía más.
La comida se convirtió en un refugio, y para evitar caer en los
malos hábitos del pasado tomé algunas precauciones: nada de pesarme, nada de
mirarme en el espejo desnuda, nada mirar la talla de la ropa, nada de llevar
tirantas, ropa ceñida o transparencias.
Y un día, sin darme cuenta, toda la ropa de mi armario me estaba
pequeña y estaba visiblemente más gorda que todas mis amigas. Me había
convertido en “la amiga gordita”. Reconozco que en aquel momento intenté activamente volver a dejar
de comer. Pero ya no era capaz de hacer ayuno como antes: simplemente mi mente
sabía que esa no era la forma. Además, sigo teniendo una familia que me quiere
y se darían cuenta en seguida.
La frustración crecía con mis ganas de adelgazar; y yo había acostumbrado
a mi cuerpo a calmar la ansiedad con comida. Así que acabé engordando más. Llegó
un punto en el me odiaba a mí misma por no ser capaz de dejar de comer. Sin
duda una nunca termina de curarse del todo.
Dejé de comer carne, por otros motivos, aunque confieso que
también pensaba que adelgazaría al dejar de comer carne, y me serviría de
entrenamiento para aprender a ayunar de nuevo. Sin embargo, y para mi mayor
desesperación, la dieta vegetariana me hizo engordar más.
Finalmente, desesperada, decidí ponerme en manos de una
profesional de la nutrición. Volví a mi disciplina militar en cuanto a la
comida se refiere, no sin pocos problemas de incompatibilidad social (en serio,
todas las fiestas españolas consisten en comer/beber hasta reventar), y poco a
poco volví a mi peso -bueno, a un peso normal- y empecé a sentirme mejor
conmigo misma.
Conforme bajaba de peso, calmaba mi ansiedad y me sentía mejor
conmigo misma, lo cual me ayudaba a seguir perdiendo peso de manera saludable,
con controles mensuales con mi doctora. Siempre teniendo en cuenta que el
objetivo no era un número, si no un estado mental. De hecho, no supe cuál era
mi peso en muchos meses: no me atrevía a mirar cuando la doctora me pesaba.
A día de hoy, no tengo ni idea de cuál es mi peso ideal, pero
tengo muy presente cuál es mi peso. También tengo presente que mi peso no me
define. Aunque tengo muchos viejos hábitos pegados a la espalda: tengo un peso
ideal al que sé que no voy a llegar nunca, pero no puedo evitar tenerlo como
referente. Sigo sintiéndome culpable después de cada comida. Sigo odiando mis brazos gordos. Sigo tocándome la barriga y buscando el hueso de mi cadera, para cerciorarme de que la grasa no lo cubre del todo. Sigo teniendo la
necesidad de “compensar” lo que como, aunque casi nunca tengo tiempo o ganas de
hacerlo.
Lo más importante es que sé donde están las líneas rojas, y sé pararme
antes de cruzarlas. Creo que es importante que todos tengamos presentes estas
líneas: hay tanta niñas, mujeres y hombres atrapados al otro lado de la línea
roja que da miedo pensarlo. Y yo sé que todos ellos se sienten solos, pero no lo están.
También debemos ser conscientes de que vivimos en una sociedad muy
superficial donde obsesionarse con el peso está socialmente aceptado. De hecho,
no atacamos el problema hasta que no es evidente porque no lo vemos a causa de
toda la cultura de dieta que el consumismo promueve.
Finalmente me gustaría acabar esta entrada animando a todas las
personas que tienen problemas con su físico a desnudarse delante del espejo, y
sobre todo a aceptar lo que ven, y quererse siempre. Ese es el primer paso para
recuperarse. Sólo tú puedes salvarte.
Si alguna vez te sientes solo o necesitas hablar, no dudes en escribirme. Nadie está solo.
1 comentarios:
Por una carambola bastante extraña, ligada a una búsqueda de un libro de vampiros, llegué a tu blog y leí esta entrada. Imagino que no debe ser fácil tener la valentía de escribir sobre estas cosas. Gracias Puli. Siempre me ha intrigado el origen, parece ser que muy contemporáneo, de los trastornos alimenticios iniciados en la adolescencia. En qué momento las chichas y chicos del mundo occidental –no creo que exista en otras culturas- empezaron a sufrir este presión por la idealización del peso perfecto...
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